No aguardes las ocurrencias del dolor para desabotonares la flor de la piedad en el corazón.
En el hogar, encontrarás múltiples ocasiones, cada día, para el cultivo de la celeste virtud.
Tolera, con silenciosa calma, la cólera de aquellos que viven bajo el techo que te abriga.
No pronuncies frases de acusación contra el pariente que se ausentó por algunas horas.
No te irrites contra el hermano engañado por la vanidad o por el orgullo que se extravió en los vastos abismos de la ilusión.
En la tarea de esposo, disculpa la flaqueza o la exasperación de la compañera, en los días grises de la incomprensión; y, en el ministerio de la esposa, aprende a perdonar las faltas del compañero y a olvidarlas, a fin de que él se fortalezca en el crecimiento del bien.
Si eres padre o madre, compadécete de tus hijos, cuando estén dominados por la indisciplina o por la ceguera; y, si eres hijo o hija, ayuda a tus padres, cuando sufran los excesos del rigor o en la indecencia mental.
Comprende al hermano que se equivocó y ayúdalo para que no se empeore, y comprende que toda revuelta nace de la ignorancia para que tus horas en el hogar y en el mundo sean fuerzas de fraternidad y de auxilio.
Si estuvieras al borde de la impaciencia o de la ira, perdona setenta por siete veces y adopta el silencio como genio guardián de tu propia paz.
Compadécete siempre. Si todo es desespero y perturbación, donde te encuentres, compadécete entretanto, ampara y espera, sin reclamar.
Guarda la piedad, entre las bendiciones del trabajo.
Habituémonos a ignorar todo mal, haciendo todo el bien a nuestro alcance.
La piedad del Señor, en las grandes crisis de la vida, se transformó en perdón con bondad en resurrección con servicio incesante por el erguimiento del mundo entero.
Francisco Cándido Xavier
Por el espíritu Emmanuel
Del libro “Alborada del Reino”