Espiritistas, hoy queremos hablaros de la indulgencia, de este sentimiento tan dulce, tan fraternal que todo hombre debe tener para con sus hermanos, pero que muy pocos practican.
La indulgencia no ve los defectos de los otros, o si los ve se guarda de hablar de ellos o de divulgarlos; por el contrario, los oculta con el fin de que sólo él los conozca; y si la malevolencia los descubre, siempre tiene a mano una excusa para paliarlos, es decir, una excusa plausible, formal y nada tiene de aquellas que queriendo atenuar la falta, la hacen resaltar con pérfida maestría.
La indulgencia nunca se ocupa de los actos malos de los demás a menos que no sea para hacer un favor, y aun así tiene cuidado de atenuarlos tanto como le es posible. No hace observaciones que choquen; ni tiene reproches a mano, sino consejos, lo más a menudo disfrazados. Cuando criticáis, ¿qué consecuencias deben sacarse de vuestras palabras? Vosotros los que vituperáis, ¿no habréis hecho tal vez lo que reprocháis, valdréis, acaso, más que el culpable? ¡Oh, hombres! ¿cuándo juzgaréis por vuestros propios corazones, vuestros propios pensamientos, vuestros propios actos, sin ocuparos de lo que hacen vuestros hermanos? ¿Cuando no abriréis vuestros ojos severos sino para vosotros mismos?
Sed, pues, severos para con vosotros e indulgentes para con los demás. Pensad en el que juzga sin apelación que ve los pensamientos secretos de cada corazón y que por consiguiente, excusa muy a menudo las faltas que vosotros vituperáis, o condena lo que excusáis, porque conoce el móvil de todos los actos y porque vosotros, que gritáis tan alto ¡anatema!, quizás habéis cometido faltas más graves.
Sed indulgentes, amigos mios, porque la indulgencia atrae, calma, corrige; mientras que el rigor desalienta, aleja e irrita.
(José, espíritu protector, Bordeaux 1863).