La fe, para ser provechosa, debe ser activa, no ha de embotarse. Madre de todas las virtudes que conducen a Dios, debe velar con atención el desarrollo de las hijas que da a luz. La esperanza y la caridad son una consecuencia de la fe; estas tres virtudes son una trinidad inseparable. ¿No es, acaso, la fe, la que da la esperanza de que se verán cumplidas las promesas del Señor?
Porque si no tenéis fe, ¿Qué esperaréis? ¿No es la fe la que da el amor? Porque si no tenéis fe, ¿Qué reconocimiento tendréis y, por consiguiente, qué amor? La fe, divina aspiración de Dios, despierta todos los nobles instintos que conducen el hombre al bien; es la base de la regeneración. Es menester que esta base sea fuerte y duradera, porque si la menor duda la hace vacilar, ¿Qué será del edificio que construyáis encima?
Levantad, pues, este edificio sobre cimientos sólidos; que vuestra fe sea más fuerte que los sofismas y las burlas de los incrédulos, porque la fe que no desafía al ridículo de los hombres, no es la verdadera fe.
La fe sincera es atractiva y contagiosa; se comunica a los que la tenían o que no querían tenerla; encuentra palabras persuasivas que se dirigen al alma, mientras que la fe aparente sólo tiene palabras sonoras que dejan frío e indiferente; predicad con el ejemplo para dar de ella fe a los hombres; predicad con el ejemplo de vuestras obras para hacerles ver el mérito de la fe; predicad con vuestra esperanza indestructible para hacerles ver la confianza que fortifica y que pone en situación de desafiar todas las vicisitudes de la vida.
Tened, pues, fe en todo lo que ella tiene de bueno y hermoso, en su pureza y en su razonamiento. No admitáis la fe sin comprobación, hija ciega de la obscuridad. Amad a Dios, pero sabed por qué le amáis; creed en sus promesas, pero sabed por qué creéis en ellas, seguid nuestros consejos, pero haceos cargo del fin que os señalamos y de los medios que os manifestamos para conseguirlo. Creed y esperad sin desfallecer nunca; los milagros son obra de la fe.
(José, espíritu protector. Bordeaux, 1862).
Extraído del libro “Evangelio según el Espiritismo”