La culpa siempre se graba en el inconsciente como una necesidad de castigo, a través de cuyo mecanismo el ego se libera del delito.
Originada en la conceptuación ancestral de pecado – herencia atávica del pecado original, que sería la desobediencia de Adán y Eva, los arquetipos ancestrales del ser humano, al respecto del Árbol de la sabiduría del Bien y del Mal – ha sido, a través del proceso de la evolución, un agente cruel punitivo, que viene desequilibrando su mecanismo psicológico. De ese modo, la consciencia de culpa se torna tortura lúcida o no para la emocional, generando tormentos que podrían ser evitados si otros procesos hubiesen sido elaborados para facultar la reparación del error. Por eso mismo, en vez de pecado o culpa, surgen el concepto de responsabilidad, mediante la cual la cosecha se deriva de la siembra, sin ninguna expresión castradora del discernimiento ni fatalista del sufrimiento. No obstante, el consentimiento con esa contribución psicoterapéutica valiosa, la culpa lúcida, bien absorbida, se transforma en elemento positivo en lo que toca al acontecimiento malogrado.
La simplificación psicológica del acto infeliz, disminuyendo su agresividad y no concediéndole el valor que merece – ni más ni menos de su contenido legítimo – puede conducir a la irresponsabilidad, a la pérdida de discernimiento de los significados éticos para el comportamiento, generando insensibilidad, disculpismo, falta de esfuerzo para la adquisición del equilibrio saludable. Existe la culpa tormentosa, aquella que se enmascara y adormece en el inconsciente profundo, trabajando trastornos de consciencia, ante la consideración del acto ignominioso no digerido. Sin embargo, se puede considerar en otra expresión, que sería una valoración oportuna sobre el acontecimiento, tornándose necesidad reparadora, que impulsa al perdón, como al auto perdón. Esa concientización del problema equipa los instrumentos morales de la personalidad, en el Yo superior, para mantenerlo vigilante, previniéndolo de futuras fluctuaciones comportamentales y deslices ético-morales. Por otro lado, despierta la consciencia para estar ante las ocurrencias en los momentos infelices, esto es, en aquellos, en los cuales, el cansancio, el estrés, la saturación, el malestar, la irritación estén instalados en el organismo. Ese es el momento peligroso, la hora equivocada para tomar decisiones, asumir responsabilidades más serias. Su significado terapéutico propone límites generadores de sensibilidad para percibir, orientar y vivir la conducta edificante.
Podremos encontrar ese tipo de culpa no perturbadora en la primera infancia, cuando crece la facultad de discernir en sus comienzos, favoreciendo al niño con la noción de que debe en relación a aquello que no conviene ser realizado, más o menos a partir de los tres años. Si el individuo no posee interiormente, en él insculpido, un código moral para el comportamiento, divagando entre la irresponsabilidad, las psicopatías personales y las sociopatías en el grupo en el cual se encuentra.
La culpa terapéutica evita que el paciente se le agarre transformándola en necesidad de reparación del delito, así derrapando en situación patológica. Se trata solo de una plena concientización de conducta, con vistas a la vigilancia emocional y racional para los futuros emprendimientos.
Identificada, surge el imperativo del auto perdón, a través del cual la racionalización del acto abre campo para el entendimiento del hecho menos feliz, sin castigo, ni justificación enfermiza, si no, simplemente, digestión psicológica del mismo. Después del auto perdón, surgen los valores de la rehabilitación, que facultan el enfrentamiento de las consecuencias desencadenadas por el acto practicado.
Necesario sea entendido que el auto perdón, de forma alguna anula la responsabilidad del hecho perturbador. Antes proporciona una valoración equilibrada de su dimensión y de los recursos que pueden y deben ser movidos para minimizar o anula sus consecuencias. Considerada la acción bajo la óptica de la culpa saludable, no será factible de interiorizarla, evitando que se transforme en un verdugo interior, que resurgirá cuando menos sea esperado. Además, ese trabajo de identificación de la culpa contribuirá para la comprensión de la propia fragilidad del ego, de los factores que lo impulsan a las conductas enfermizas, así como a la lucidez de cómo puede auto amarse y amar a las demás personas y expresiones vivas de la Naturaleza.
Cuando se huye de ese compromiso de evaluar el error, estando en el nivel transitorio de la culpa terapéutica, el inconsciente elabora instrumentos punitivos que establecen los medios crueles para la regulación, la recomposición del cuadro alterado por los daños que le fueron impuestos. Así trabajada, la culpa no se convierte en resentimiento contra la víctima que fue herida, ni se transforma la necesidad de ser exteriorizada la rabia y la animosidad contra las demás personas. Aquellos que no son conscientes del error y prefieren ignorarlo, lo entierran en el inconsciente, que lo devuelve de manera inamistosa, irónica, casi perversa contra todo y contra todos.
El acto de perdonar no lleva, necesariamente, a la idea de consentir con aquello que hiere el estatuto legal y el código moral de la vida, pero proporciona la comprensión exacta de la dimensión del problema y de los comportamientos a ser adoptados para que él desaparezca, devolviendo a la vida la armonía que fue perturbada con aquella actitud e inevitable el arrepentimiento que la culpa proporciona, pero también faculta el sufrimiento expiatorio en relación al engaño, fase inicial del proceso de reparación. No será necesario que se prolongue por un largo periodo ese fenómeno emocional, a fin de que no se transforme en masoquismo innecesario y perturbador, generando autocompasión, autocastigo.
Las fronteras entre una culpa lúcida y aquella otra punitiva son muy sutiles, y cuando no reciben un análisis honesto, se confunden en un tumulto entre el deseo de ser libre y de quedar aprisionado hasta la extinción del mal practicado. Tiene ella el objeto de proporcionar el ejercicio de la honestidad para con el Si, evitando autojustificación, transferencia de responsabilidad, indiferencia delante del acontecimiento.
El Yo superior es lo mejor para delimitar las líneas de comportamiento entre una y otra conducta, por tener un carácter universalista, que trabaja por la armonía general.
Espíritu Joanna de Angelis
Médium Divaldo Pereira Franco
El despertar del Espíritu